Naci a la vida en un pueblo
sencillo, pequeño, abierto a la luz;
pueblo que vino de Castilla y se hizo Extremadura. Corri, de niño, por calles
de piedra, entre la penumbra de mi amanecer; jugando a los indios en las
chumberas de San Blas vestido de “panes y quesitos”, soñando fiestas de quintos en los últimos
días de diciembre, o esquivando "toros" en la plaza después de San Ramon.
El entorno eran casas blanqueadas
de cal, con puertas abiertas y mujeres de luto, tertulias nocturnas en las
noches de verano y novios que pasaban a la ronda. Campanario con sombrero de nido de cigüeñas,
adornado con la última luz del atardecer. Noches de agosto con techo de
estrellas, cama de paja y manta de tiras. Cuaderno, enciclopedia, pizarra, campo
y juegos en los días de escuela. Raíz del pan en la noria del trillo. Olor a estiércol
y a tahona, y, en mi casa pequeña, el calor familiar, que se extendía a la calle, a los vecinos: éramos
todos una familia, con las palabras y las manos tendidas... y la gente cantaba,
en el trabajo, en la calle, en la trilla, en la tierra de labor tras la yunta, en las
ventanas de las casas, que estaban adornadas con macetas de flores sobre "poyaltas" (repisas) de pizarra...
Mi pueblo es un encuentro con la
vida; ojala que la raíz del recuerdo genere la savia viva que llene de verdor las
nuevas ramas de este árbol familiar.
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